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La industria de la cultura: real y viable

La industria de la cultura

Por: Eric Martínez

Aunque el término “industria” hace referencia al proceso en el que se transforman materias primas en productos elaborados, el concepto, sobre todo en el norte del país, suele ser inmediatamente asociado a un entorno en el que los protagonistas principales son las grandes empresas dedicadas a la producción masiva de electrónicos, automóviles, herramientas para la construcción, etc.

Esta concepción limita el potencial de otras actividades productivas, sobre todo cuando llega el momento de conseguir inversionistas y procurar fondos para financiar proyectos de negocio en diferentes sectores, entre ellos, el cultural.

A través de los años, la actividad cultural ha demostrado que cuenta con las condiciones productivas y origina los impactos económicos suficientes para ser considerada una industria.

Néstor García Canclini, pionero en investigación sobre el tema en Latinoamérica, define a las industrias culturales como “el conjunto de actividades de producción, comercialización y comunicación en gran escala de mensajes y bienes culturales que favorecen la difusión masiva, nacional e internacional, de la información y el entretenimiento, y el acceso creciente de las mayorías.”

Así pues, la cultura, además de representar la identidad de las comunidades y contribuir a su cohesión y progreso, tiene la capacidad de generar valor que favorece al desarrollo económico de las mismas y propicia la consolidación del quehacer cultural que se realiza dentro de ellas.

Y vaya que genera valor pues, según los datos que arrojó la Cuenta Satélite de Cultura 2008-2011, realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la cultura realiza una aportación del 2.7% al Producto Interno Bruto (PIB) mexicano, lo cual representa alrededor de 379,907 millones de pesos.

Cabe destacar que la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) señala que produce el 4.9% del PIB nacional, mientras que el economista, Ernesto Piedras, en su libro “¿Cuánto vale la cultura?”, señala que el aporte es del 7.3% y la coloca como el cuarto rubro que más aporta al PIB, sólo por detrás de la maquila, el petróleo y el turismo.

Estas variaciones se atribuyen a la utilización de distintos criterios para determinar qué derrama económica es producida por la cultura, pero queda claro la importancia que ha ido ganando la cultura como actividad productiva.

En la Encuesta Nacional de Consumo Cultural de los Hogares 2012, desarrollada por el INEGI, sobresalió el hecho de que el gasto que las familias mexicanas realizaron para la adquisición de bienes y servicios culturales fue mayor al que efectuaron por servicios de electricidad o telefonía.

Las organizaciones e inversionistas con el capital para financiar proyectos culturales demandan pruebas de rentabilidad, las cuales suelen erguirse como barreras durante el crucial momento en que los gestores y productores de dichas iniciativas intentan justificar sus proyectos, sin embargo, los datos previamente expuestos se presentan como señales inequívocas que nos revelan la viabilidad económica de la cultura.

Pero entonces ¿qué es lo que hace falta para consolidar a la cultura como un sector productivo serio?

Cultura vs Productividad

Primeramente, que los artistas y gestores sepan plasmar sus ideas creativas dentro de un plan que pretenda lograr un alcance mayor al del solo acto cultural. Si deseamos realizar una producción cinematográfica ¿el proyecto termina al finalizar el último día de rodaje? ¿Al concluir la postproducción y obtener la obra final? ¿Al presentar la película o corto en la cineteca local?

El productor necesita estar consciente sobre los verdaderos impactos de su propuesta, revisando los renglones artísticos, sociales y económicos que abarca, pero igual de importante es que tenga la capacidad de reflejarlos en un plan estratégico donde se describa y fundamente el proyecto, se establezcan objetivos y líneas de acción para cumplirlos, se ofrezca el soporte de un plan de negocios o de medios (ambos, si es posible) y se definan procedimientos para la entrega de resultados.

El gobierno también juega un papel importante, toda vez que las políticas que ejerce en materia de cultura son vitales para facilitar la realización de estos proyectos. Los esfuerzos para contribuir a la profesionalización de los gestores culturales, así como el financiamiento y los beneficios fiscales para los proyectos que generen, podrían significar un aporte mayúsculo para apuntalar el crecimiento del sector.

Aquí cabe señalar que las industrias culturales están basadas en los esfuerzos de las pequeñas y medianas empresas (PyMes). Piedras, en su reporte “Industrias Culturales para el Desarrollo Integral en México y América Latina”, señala que en los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), las PyMes representan el 95% del total de las empresas del sector, generando entre el 60% y el 70% del empleo.

El gobierno, entonces, debe de funcionar como un facilitador y no un inhibidor de las actividades económico-culturales, tomando en cuenta que la industria merece un tratamiento a la medida de sus necesidades y posibilidades, e incentivando así la apertura de empresas culturales o la generación de proyectos culturales que generen empleos y derrama económica.

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Por otro lado, la oportuna identificación del potencial económico de la cultura por parte de la iniciativa privada puede estimular las inversiones en este sector y, por tanto, la creación de un mayor número proyectos.

Hay, además de la inversión directa, distintas formas en las que la cultura y las empresas pueden trabajar juntas. Internamente, la cultura puede funcionar como generadora de desarrollo humano para el personal de una compañía o estimulante de la creatividad y productividad del mismo; de manera externa, se constituye como un canal altamente efectivo para comunicarse con diferentes públicos y como vía para contribuir al cumplimiento de distintos objetivos organizacionales.

Por su parte, el artista tiene que parar de satanizar a estas entidades y explorarlas como “nuevas” fuentes de financiamiento, dejando atrás la concepción de que las instituciones culturales, el gobierno o, en la mayoría de los casos, el propio artista son las únicas alternativas para fondear un proyecto.

Aunque el progreso será originado por un esfuerzo en conjunto, a mi parecer, la gran oportunidad (y responsabilidad) se encuentra en las manos de la comunidad cultural, que debe generar los emprendimientos, con o sin fines de lucro, para potenciar a la cultura como sector productivo. Por lo tanto, los artistas y gestores de iniciativas culturales deben comprender que para que su proyectos consigan financiamiento, además de producir desarrollo social, intelectual o espiritual, necesitan poseer los fundamentos que les permitan ser, precisamente, iniciativas con proyección y no solamente una obra, una acción cultural o, en el peor de los casos, un sueño.

Sólo de esta manera podremos hacer que llegue más pronto el día en que, cuando algún conocido manifieste su interés por estudiar alguna disciplina artística, no tendremos qué preguntarle “¿Y de qué vas a vivir?”.

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